CARTA DE HERMANOS (2)

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hno. JuanCARTA DE HERMANOS
«Llamados a dar razón de nuestra esperanza»

«Prefiero una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. . . 
Más que el temor a equivocarnos,  espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud  hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse:  

¡Dadles vosotros de comer!  

(Papa Francisco.  Evangeli Gaudium 49)

Sevilla, Noviembre de 2.014

Queridos Hermanos, Asociados seglares, compañeros y compañeras que compartimos la vida y la misión educativa-evangelizadora lasaliana en nuestro Distrito ARLEP Sector Andalucía:

Quisiera comenzar esta comunicación de hermanos -y que sea la imagen que nos inspire- con una historia que nos puede descubrir e iluminar el sentido profundo de lo que queremos vivir, intuir, animar y construir en este curso como comunidad misionera. En este caminar, como Distrito, somos llamados a recrear el valor de la esperanza, muy propio y muy necesario en este tiempo.

La historia nos la presenta la teóloga y hermana benedictina Joan Chittister, y dice así:

“Un peregrino recorría su camino, cuando cierto día se topó con un hombre que parecía un monje y que estaba sentado en el campo. Cerca de él había otro grupo de hombres que trabajaban en un edificio de piedra.:

– Pareces un monje, dijo el peregrino
– Lo soy, respondió el monje.
– ¿Quiénes son éstos que están trabajando en la abadía?
– Los monjes, contestó. Yo soy el abad.
– Es magnífico, contestó el peregrino, ver levantar un monasterio.
– Lo estamos derribando, dijo el abad.
– ¿Derribándolo?, exclamó el peregrino, ¿Por qué?
– Para poder ver salir el sol cada mañana.

(El fuego en estas cenizas…, Sal Terrae, Santander 1998, p. 106)

Una ¡excelente! y, a la vez, desconcertante imagen y respuesta la que nos enseña este pequeño relato. Sin embargo, no nos quedemos ahí. Hagamos el ejercicio de traer esta narración a nuestra historia de hoy. En un primer momento, me surgen preguntas ante el escenario de nuestras vidas y me invita a situarme, sentado, frente a la clarividente y sorpresiva aseveración del monje «Ver salir el sol cada mañana»:

¿Qué nos impide ver el sol? ¿Qué fronteras, muros… estructuras… «certezas aprendidas»,… impiden la iluminación de nuestras vidas, de nuestras misiones y proyectos,…? ¿Qué luz ilumina o nos ilumina? ¿Cuál es -o Quién es- la fuente de nuestra energía? ¿Nuestra vida es luz? ¿Es fuente de esperanza y para la esperanza? ¿A través de nuestras vidas, de nuestras palabras, de nuestros gestos… traspasa la luz del sol cada día?

La diferencia entre esta narración de la hermana Joan y nosotros es que no somos solo nosotros los que soñamos o estamos en actitud de derribo (idealismos, estructuras, …) De hecho, nuestro mundo -y con él nuestra vida religiosa, de familia, de misión…de políticas e instituciones sociales- necesita derribar muchos muros y «des-alambrar» fronteras que están en muy mal estado o que, en sus formas y propuestas, ya no dicen nada, que no son fuente de esperanza ni iluminan el horizonte de una nueva humanidad. Hoy necesitamos respuestas nuevas, desconcertantes, que abran nuevos caminos a lo posible, y animen (con «espíritu») a escribir páginas con vida y con futuro.

La nueva mirada de la historia que asume la vida de la Comunidad de monjes rompe con los esquemas habituales en sus respuestas correctas y previsibles. Ver salir el sol cada mañana es la llamada a volver, a encontrarse con el primer amor, la referencia genuina de sus vidas. Esa ha sido, es y será la estructura de su reinventada comunidad y la misión que da sentido, fortaleza y hondura -credibilidad- en la búsqueda de un mundo mejor y posible, como proyecto de Dios.

Ante esta escena de la abadía, ¿dónde nos colocamos? ¿Cuál es nuestra mirada de peregrino? ¿Cuáles son nuestras preguntas? ¿Qué piedras hemos de derribar en nuestras estructuras de vida? Simplemente, os quiero ilustrar con un testimonio de estos días, que puede ser nuestra escena real de hoy: Se ha presentado el VII Informe de la Fundación Foessa
(Cáritas, octubre 2014). El informe ha versado sobre la exclusión y el desarrollo social de nuestropaís. Es abrumador y desolador. Nos expone -¡nos denuncia!-, con realismo y rigorismo, que «no es un informe catastrofista, sino de futuro, desde la realidad de los que más sufren». Nos describe que el 25% de la población española es excluida, y casi la mitad de ellos (cinco millones) se encuentran en exclusión severa (dos de cada tres personas ya estaban en esta situación antes de la crisis). La precariedad, según constata el informe, afecta a ámbitos como la vivienda o la salud. De los 11,7 millones de excluidos, el 77,1% padecen exclusión del empleo, el 61,7% de la vivienda y el 46% de la salud. Un tercio de los jóvenes viven en hogaresexcluidos: «la generación hipotecada».

¿No es esta una declaración urgente para comenzar a derribar muros y «des-alambrar» fronteras? ¿No es este un escenario que requiere respuestas nuevas en búsqueda de Ver salir el sol cada mañana? ¿Toca los cimientos de nuestros muros?

¡DADLES VOSOTROS DE COMER! (Mc 6,37)

Con esta máxima evangélica, el Papa Francisco nos envía a salir en éxodo, en búsqueda de los clamores de una humanidad cada vez más amordazada e invisible, que no cuenta nada ni para nadie (cf. Ex. 3, 1-6.9-12). Un aviso para los llamados «derribadores»: «Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta…».

En verdad, llevamos un tiempo verdaderamente contentos, algo alborotados, y otros confusos. El obispo de Roma va llenando nuestras vidas, como religiosos y cristianos, de esperanza. Ha inundado las redes de mensajes que nos invitan a cambiar y a dar pasos valientes, desde la autenticidad; mensajes que provocan, que gustan y nos gustan porque evocan evangelio y «su novedad», las bienaventuranzas de cada día. Pero va teniendo uno la sensación de que son mensajes que nos satisfacen, porque pensamos que van dirigidos para otros, que son otros los que tienen que cambiar (lo que los monjes hacen: derribando el monasterio). Nos habla de «olor a oveja», misericordia, no autorreferencialidad, una Iglesia pobre para los pobres, salir a las periferias, de ternura, la alegría, que no nos dejemos robar la esperanza… y no sólo palabras, sino sus gestos y los encuentros en las «distancias cortas», donde se hace significativo y revelador la exagerada normalidad de su persona.

De igual manera, constatamos que hay pocos discursos que satisfagan tanto a la vida cristiana en general -en particular, a la vida de los religiosos- como aquellos que hablan de nuevos modelos de vida, misión, presencia y comunidad. Son textos que leemos y aplaudimos a rabiar -¡tan esperados o anhelados!- porque contienen la necesidad imperiosa de cambio y conversión.

Pero me vais a perdonar -y ahora que hemos celebrado los Sínodos de la Nueva Evangelización y de la Familia, y que estamos próximos a celebrar el Año dedicado a la vida consagrada -, preguntémonos: ¿Dónde nos situamos cuando aplaudimos estas buenas nuevas? Volvamos a nuestra historia más personal y comunitaria. Como Instituto, hemos vivido todo un año bajo la memoria del aniversario del icono de Parmenia y todo un Capítulo General -y estamos expectantes por los nuevos documentos y la nueva Regla. Dos acontecimientos que nos hablan de conversión, de vida nueva, de esperanza, de futuro… ¿Cómo lo traducimos en mi
vida personal? Y ¿cómo tiene o va a tener su incidencia en nuestra vida comunitaria, en nuestra vida familiar, en nuestra misión, en nuestros compañeros… en nuestra localidad? ¿No hemos sido llamados a dar razón de nuestra esperanza?

¡Basta ya de palabras sabidas y aprendidas! (entiéndase) Los mensajes del Papa son sencillos y recurre a la vida misma; sus palabras son entendidas por todos, y no dice grandes teologías, ni nos enfrenta con grandes silogismos para pensar o deducir… Son palabras y mensajes que nos llevan a la vida, a lo cotidiano… ¿Por qué nos llega? ¿Cuál es el secreto de su
atracción? ¿Dónde se encuentra su fuerza y su profundidad?

Permitidme que, como un simple ejemplo, os remita a las palabras que pronunciamos en la homilía del funeral por nuestro Hermano Francisco Cabello: «Nuestro Hermano nos habló de la vida viviendo; nos habló de la muerte muriendo; nos habló del cielo y del Reino esperando; nos habló del Padre Dios amando; nos habló de la fraternidad acogiendo; nos habló del mundo abrazando… Sin palabras, ni silencios, en el clamor de un corazón henchido de una inagotable ternura y misericordia… Ha sido un hombre de palabra, derrochador en la riqueza de su vida pobre, bendecida, porque Dios ha hecho grandes obras en él….»

Esta es la clave, y, quizás, el nuevo lenguaje que necesitamos: ¡Que la vida hable! La vida, nuestra vida, tiene que formar parte, irremediablemente, de la hermenéutica samaritana de una humanidad siempre en búsqueda de un mundo posible para todos. Así nos lo dice el Papa Francisco en palabras del evangelista:

«Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)

Así es. Dios cuenta con nosotros para ser portadores de esperanza en este mundo, los «mebasser» (mensajeros y mensajeras) de la misericordia y ternura de Dios, porque el crecimiento del Reino está en nuestras manos. Estamos llamados a hacernos responsables unos de otros, es decir, entrar en relación, sentarnos juntos sobre la hierba, encontrarnos, ver la necesidad del otro, conmovernos, y compartir el pan bendecido y multiplicado del mundo soñado y real de todos. ¿No tendríamos que hacer una lectura, en paralelo y complementaria, de la Evangelii Gaudium y el informe de Foessa?

Sí. Que hablen nuestras vidas y expresen la realidad de nuestros sueños, los sueños de «ver salir el sol cada mañana», donde brille la luz de la fraternidad, la misericordia, la ternura, la solidaridad, la justicia,… Nuestras experiencias más humanas, las que nos acercan al corazón herido de nuestros hermanos y hermanas, han de ser «ventanas que dan a Dios», y, simplemente, «¡porque somos cristianos!» (Mons. Carlos Amigo).

A MODO DE CONCLUSIÓN:

¡TENEMOS QUE AMAR UN PRESENTE QUE TENGA FUTURO!

Frente a esta realidad tenemos una gran opción por delante: Este es nuestro kairós para poder ver salir el sol cada añana, para poder vivir una vida religiosa, una vida cristiana alegre, fecunda y fiel, generadora de mucha vida. Estamos llamados a dar razón cierta de nuestra esperanza, a reconstruir, generar vida nueva dentro de nosotros, en torno nuestro y en quienes están cerca y en quienes están lejos, en lo profundo y en lo más alto. «¡Sentémonos juntos y abracemos la vida!» es la escena singular que hace posible, visible, la comunión de una humanidad bienaventurada, que recrea el Reino querido de Dios (cf. Mt 22, 1-14; 25, 31-46; Is 25, 6-10).

Hermanos y hermanas: Para hacer realidad este sueño, tenemos que armar un presente que tenga futuro. Amar este presente, este tiempo que nos toca vivir y en el que Dios nos está hablando con voz nueva, con nuevas voces, que nos indica nuevos desafíos,… Hoy, los gritos, los dolores, los silencios de nuestra gente -aunque son los mismos de siempre- son nuevos… Son nuevos rostros, nuevas encrucijadas, que nos llaman a creer en nuestra historia, en nuestro ahora… en la historia y en el ahora de Dios.

Amar el presente es despojarse de todo lo que me impide abrir el corazón y mirar los signos de los tiempos. Amar el presente es reconocer que estoy viviendo un tiempo de llamada, que Dios me sigue llamando «a conmover» (en el lenguaje posible de los monjes: derribar), a conmoverme con la vida y las llamadas de mis hermanos y hermanas de hoy. Amar el presente es descubrir que hoy, mi vida, mi comunidad, mi misión, mi mundo… es un lugar de inspiración, donde tengo que buscar a Dios. Y el Dios de Jesús no es un Dios aprendido, habitual, de costumbres, a mi imagen y semejanza, de lo de siempre. Amar el presente que tenga futuro es descubrir que mi vida de hermano, cristiano, seglar, asociado, catequista,… es algo que siempre tengo que descubrir… y en donde descubrirle y encontrarle.

Todo esto va acompañado de un ir reinventando estructuras que llevan a anunciar el Evangelio desde una manera nueva de relacionarse con Dios y con los demás para sembrar semillas de esperanza en la historia que vivimos. ¡Lo nuestro es sólo sembrar!

Los cristianos, y toda la Iglesia, estamos llamados a ser uno de esos lugares de frescura utópica contra toda deshumanización, donde se celebre la vida y se abrace la esperanza verdadera, porque hemos puesto nuestra confianza en Él, como respuesta a su confianza y fidelidad; necesitamos mezclar vida, poesía, comunidad, creatividad, mística y profecía. Así lograremos conjugar el Evangelio -la vida y la persona de Jesús, nuestro Viñador- con la vida misma en toda su hondura y espesor, en la tensión esperanzadora del Reino. Toda nuestra vida debería querer y poder decir: Nos conmueve (se nos conmueve las entrañas) y nos mueve el ser signos humildes y sencillos de una luz que aún resplandece en medio de la noche de nuestro pueblo, atrayendo a todos hacia un nuevo amanecer de nuestro mundo, y, así, podremos orar: «Señor, conviértenos en fuego y en fuego que enciende otros fuegos» (cf. Is. 33,13-16)

Quizás, si mirásemos los signos de los tiempos en los pobres, en los excluidos, en los jóvenes,… y cómo ellos enfrentan las crisis de la sociedad actual, encontraríamos en ellos también las claves que nos pueden ayudar a recrear los «cimientos» de nuestra vida hoy y seríamos testigos y portadores de nuevos modos de seguir a Jesús.

Es un momento de gracia para todos, no sólo para nuestro Distrito, sino para todos los que caminamos juntos, para cada uno de nosotros… ¡Dejad abiertas las puertas y abrid las ventanas! ¿No notáis el frescor suave de la nueva vida? Miradlo con los ojos encendidos del corazón, y dar rienda suelta a los sueños posibles…. En el futuro habita Dios; y nuestras vidas necesitan “habitar” en el futuro de Dios. Esta fue la experiencia de Dios de nuestro Fundador y de la primera comunidad. Fue una respuesta personal y una respuesta comunitaria. Confiaron en Él, y se abandonaron a su querer. Ésta ha sido la experiencia que hemos vivido en el Capítulo General: Nuestra vida de hermanos y lasalianos, nuestra misión, sigue siendo de grandísima necesidad… Arraiguemos nuestra fe en este Dios que nos espera, nos llama, nos convoca hoy y siempre para habitar su futuro. Que nuestras vidas, nuestras comunidades sean LUZ (Jesús) y alumbren el presente de nuestra humanidad (Cf. La parábola de las vírgenes necias y prudentes. Mt 25, 1-13)…

¡Hay un futuro real y posible que se encarna en lo concreto y particular de nuestro presente! Porque la esperanza cristiana es algo más que una simple mirada en creer en ese futuro. Consiste, ni más ni menos, en la exigencia entrañable de transformar históricamente las relaciones entre todos los seres humanos: La Fraternidad universal. Los cristianos somos testigos de esta Promesa que sueña y despierta novedades en la historia. Somos testigos de la dulzura y la ternura de Dios (cf. 1Pe 3, 16). Esa es la razón de nuestra esperanza. La esperanza es un bien comunitario, y tiene sentido cuando es un sueño común. La razón de nuestra esperanza es amar con entrañas de misericordia.

¡Este es el proyecto común que nos convoca en comunidad! Que salgamos a la calle y anunciemos: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncian la paz,que trae la buena nueva y proclama la salvación…” (Is 52,7)

Fraternidad Signum Fidei